Genogramas
CV.
Manu
Rodríguez. Desde Gaiia (21/07/23).
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1.
En
el cariotipo específico humano la hembra
de
la especie ha ido elaborando o creando
a
lo largo de milenios una suerte de imagen
de
ella misma; una imagen para el ‘otro’,
para
el compañero. Hablo de los modos
y
maneras que tiene la mujer de aparecer
ante
el varón (en el juego del amor
y
de la generación). Su vestimenta,
el
arreglo de su cabello, su maquillaje,
sus
joyas, sus perfumes… Se adorna,
se
embellece –amplifica su belleza natural
(‘ella’,
que es el sexo bello por excelencia).
Y
es una belleza que tiene el poder
de
deslumbrar, de aturdir al varón.
Es
un poder indudable. Y la mujer,
que
es consciente de ello, hizo (y hace)
uso de ese poder.
Pero he aquí que el varón
reaccionó ante
el poder amenazante de la mujer,
y se dijo:
“Tengo que poder sobre ese poder;
vencerlo,
dominarlo, debilitarlo… restarle
fuerza,
potencia.” El temor a la mujer (a
su poder)
está en el origen de su
sojuzgamiento,
del patriarcado, del ‘machismo’,
de la represión
y de la violencia contra lo
femenino, contra la mujer…
Fueron los varones los que
estipularon durante
milenios cual debía ser el
comportamiento
de la mujer. Se la quería
discreta, modesta,
humilde, obediente, callada…
apagada.
Pero no pudieron con ‘ella’. Hoy
la mujer
nos muestra cada día su
recuperado poder,
potencia… orgullo de ser; se nos
aparece
ahora en todo su esplendor (la
mujer
en su edad fértil y de belleza).
La belleza
de la mujer, para el varón, es
atractiva,
sex-ductiva… deslumbrante,
poderosa,
irresistible, enloquecedora.
Tiene efectos
hipnóticos –el varón rinde armas;
se entrega,
se desarma, se deja hacer. Hace
falta valor
para enfrentarse a ‘ella’; fuerza
para dominarse
ante su presencia, para no
dejarse llevar…
para no caer rendido a sus pies.
Distancia.
En el juego del amor el poder de
la mujer
es su belleza, y el poder del
varón es su fuerza.
El varón hace uso de su fuerza
como la mujer
de su belleza. La mujer atrae
hacia sí, sex-duce;
el varón toma. Es una lucha, un
combate:
“Tu fuerza nada puede contra mi
belleza”,
dice la mujer. “Tu belleza nada
puede contra
mi fuerza”, dice el varón. La
mujer pretende
la entrega total del varón a su
persona, esto es,
el dominio total sobre el varón
(apropiarse
de su ‘poder’; hacerlo suyo); el
varón pretende
poseer, dominar, apropiarse… de esa criatura
fascinante; de ese ‘tesoro’ que
es la mujer
para todo varón sensible a sus
‘encantos’.
Los rasgos o características
propios de cada
sexo son también estímulos
desencadenantes;
señales, signos. Lo que cada sexo
busca
y detecta en el otro; lo que
desea y teme
por igual. También la mujer teme
el poder
del varón –su fuerza, su ímpetu,
su arrojo…
Ambos sexos se aman y se odian,
se desean
y se temen. Los genotipos
sexuados;
los cariotipos escindidos. Son
sexos
complementarios, y no sólo en
orden
a la generación. Están destinados
a entenderse. Sólo el amor mutuo
(el mutuo
deseo) desarma por igual a ambos
‘poderes’
–es un amor que impone treguas y armisticios
a ambas partes. Los amores de
Ares y Afrodita.
El aura que rodea a la mujer (la
imagen
que proyecta; el modo en que se
nos presenta)
es obra exclusiva suya –es una
propiedad
o característica innata, se
diría. Lo femenino
propiamente dicho es un espacio,
un territorio,
un ‘mundo’ que el varón debe
respetar
–que no debe invadir; que no debe
saquear...;
que no debe profanar. Y esto que
digo acerca
del territorio de la mujer, se
debe aplicar
también al territorio del varón.
Son territorios
propios y exclusivos.
2.
La mujer está irritada con el
varón
porque éste no acaba de reconocer
el superior mérito de la hembra
de la especie en las cosas de la
vida.
La mujer, ya por el mero hecho de
ser
el sexo que carga con todo el
peso
y la responsabilidad de la
gestación,
el alumbramiento, la lactancia…
debería ser poco menos que venerada.
3.
Hay que hablar de la sustancia
genética,
de los ácidos nucleicos. Son los
ácidos
nucleicos conformados en genomas
diversos los creadores únicos de
todos
los organismos, grandes y
pequeños,
que han poblado, pueblan, y
poblarán
el planeta. Son los ingenieros y
los pilotos
de sus ‘máquinas de
supervivencia’, de sus somas.
Es la única sustancia viviente.
El soma es, como decía Hernández,
“cuerpo
en cuyo horizonte cerrado me
despliego”.
Los perceptores o sentidos son
puertas
y ventanas por donde le ‘entra’
el ‘mundo
entorno’ a los nucleosomas, a la sustancia
genética. En todo momento la
sustancia
genética recibe y emite,
responde, actúa…
La deriva, la marcha, las taxias…
La palpación, el olfateo… Es la
sustancia
genética la que todo momento va,
la que
se mueve hacia aquí o hacia allá.
Vemos
el moverse y las actividades del
cuerpo,
del soma, pero es la sustancia
genética
la que mueve su soma, la que con
su soma
va hacia aquí o hacia allá y hace
esto o aquello.
Del soma podemos decir que no
‘es’.
Sólo la sustancia genética ‘es’.
La sustancia genética es,
simplemente, la vida,
la vida única; lo único vivo en
las criaturas.
Su ubicuidad; su omnipresencia.
Satura órganos,
aparatos, sistemas, tejidos…
comandando,
manteniendo, reparando,
defendiendo…
No para, no cesa; no conoce el
reposo.
La vida es el ser que somos.
Nosotros somos la vida;
somos el ser que no cesa, el ser
necesario. El ser
primordial. El único ser. Todas
las formas vivas
que alberga este planeta
comparten el mismo ser;
son el mismo ser. El ser de lo
viviente es uno y el mismo.
El ser primordial escindido,
multiplicado, disperso
en sus criaturas… Las mónadas. Lo
Uno primordial
y los pequeños ‘unos’. En lo que
concierne a la vida
una parte no es el todo, pero lo
contiene todo.
Las mónadas, los pequeños ‘unos’,
son fragmentos
de vida, de lo Uno primordial;
del ser primordial
y único. Todas y cada una de las
mónadas que pululan
por el planeta. Nosotros mismos.
La totalidad
de la sustancia genética del
planeta. El pangenoma
del planeta. La mónada de las
mónadas.
La sustancia genética es
virtualmente imperecedera.
En virtud de la replicación y la
reproducción
a sí misma se sucede, una y otra
vez. A sí misma,
de sí misma, por sí misma, para
sí misma… La vida
que no cesa. Las mónadas, las
unidades somos,
ciertamente, contingentes,
efímeras, perecederas…
pero la vida que somos es
inmortal.
4.
Un ejercicio de imaginación.
Adoptar
la perspectiva genocéntrica. La
‘mirada’
desde la sustancia viviente
única. El lugar
óptimo para ver; para asomarse y
ver. El mundo
deviene ‘otro’ desde la
perspectiva de la vida.
El cambio de ‘mundo’ (de
‘representación’)
que se avecina, el ‘mundo’ que
viene.
Es un ‘mundo’ que ya podemos
divisar.
5.
Un punto, un lugar, un espacio.
Entre
el mundo entorno y su
representación.
Éste parece ser el nuestro, el de
la vida
desnuda. Más acá de nuestra
fisiología
específica y del entorno
lingüístico-cultural
e histórico; de las
‘individuaciones’ (naturales
y culturales). El ser de la vida
está más acá
o más allá de nuestro ser
genotipo eventual
y contingente, así como de
nuestro ser simbólico
(igualmente circunstancial y
perecedero).
Desprendernos. Desaprender. La
purificación.
Éste es el cometido; éste es el
camino; ésta
es la meta. Uno con la vida; con
el ser primordial.
6.
El ser primordial, lo Uno
primordial.
Nuestro ser dionisíaco.
Desconocido
o inadvertido tanto por su soma
como
por su ser simbólico. El ser que
se ignora,
que no se sabe. Éste es el ser
que ha de
saberse; el que ha de tener
conciencia de sí.
El que ha de alcanzarse, tenerse,
poseerse…
7.
La vida siempre en marcha,
siempre
en movimiento… siempre
avanzando.
Devenir es el ser del ser. Nunca
quieto;
nunca en reposo. “Ser como nunca
ser.
Nunca serás en tanto”.
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Saludos,
Manu