Sobre el valor de las raíces culturales de los
europeos.
Manu Rodríguez.
Desde Europa (22/06/13).
*
*Siempre me
parece que las palabras han de ser usadas de un modo determinado. Las palabras
hay que pensarlas. Antes de usar una palabra debemos sopesarla, medirla,
investigarla desde su origen; establecer ciertos criterios (siquiera sea
personales) para su uso, atenerse a estos criterios. Advertir también de la
polivalencia semántica, de los múltiples usos de los términos de la lengua, de
su evolución, de su manipulación posible...
Los procesos de
aculturación y enculturación que padecimos cuando la cristianización de
nuestros pueblos trajeron consigo también algunos cambios semánticos, la
reelaboración o re-interpretación de ciertos conceptos (religión, sagrado,
profano, pagano…).
Llevamos, por
ejemplo, siglos considerando como profanas las instituciones y tradiciones no
específicamente cristianas. Los sacerdotes cristianos aplicaron, y nos
enseñaron (nos obligaron, más bien) a aplicar, el término ‘sagrado’ a la sola
tradición judeo-mesiánica. Nuestras tradiciones, instituciones, o costumbres
(griegas, romanas, germanas, celtas…) fueron desautorizadas, desacralizadas.
¿No es este un entuerto lingüístico-cultural que hay que corregir, o enderezar?
¿Cómo pasar de largo ante esta impostura? Nos afecta; se trata de nosotros, de
nuestro pasado.
Otro cambio
tuvimos con el término ‘pagano’, que de
designar las costumbres y tradiciones de los campesinos, y a los campesinos
mismos, pasó a designar a todos los (individuos, pueblos, o culturas) no
cristianos. Éste era un uso peyorativo del término, pues el término ‘pagano’ tenía
connotaciones con términos como inculto, no cultivado o no civilizado. Este
cambio en el significado vino a decir que lo cultivado o civilizado estaba del
lado cristiano; y que lo pagano era lo salvaje, lo inculto, lo rústico, lo
indocto…
Debemos
excluir, pues, la palabra ‘pagano’ de nuestro vocabulario. Nosotros no somos
paganos o neo-paganos, somos aryas, y tenemos (o tuvimos) nuestras culturas:
griegas, romanas, germanas, eslavas, celtas… Son varios los términos
(despectivos, por lo demás) que judíos, cristianos, y musulmanes han usado o
usan para denominar a los pueblos que aún conservan sus propias culturas o
tradiciones, a los pueblos aún no alienados o no contaminados. No les sigamos
el juego.
Del término
‘religión’ ya vimos en el post anterior que tiene, en principio, dos usos (el
romano y el cristiano). Recuerdo a los lectores que el uso romano designaba un
acto en virtud del cual un ciudadano romano renovaba los votos de fidelidad a
las propias tradiciones (públicas y/o privadas); y el uso cristiano del
término designa un conjunto de
creencias, ritos, y cultos.
Es,
lamentablemente, el uso cristiano el que se ha generalizado, e incluso
universalizado. Todo el mundo entiende hoy la religión a la manera cristiana. Y
tanto los que aprueban la religión como aquellos que la rechazan, lo hacen
desde la interpretación y el uso cristiano de este término. Se ven las antiguas
tradiciones a la manera cristiana.
Desde el uso
cristiano del término se tiene un campo muy restringido de la cultura. Se busca
la religión como algo separado del resto de la cultura, como una aislada parcela
sagrada.
No se puede
aplicar el uso (el filtro) cristiano del término para considerar las
tradiciones pre-cristianas (o las tradiciones o culturas étnicas en general).
Se busca lo mismo: un conjunto de creencias, y unos actos de culto,
básicamente. Se ignora el carácter vinculante, y en muchos casos sagrado, que
tenían otros aspectos de la vida como, por ejemplo, el derecho o la
arquitectura.
Piénsese en la
cultura japonesa, por ejemplo, y en el carácter religioso (religante,
vinculante) de muchas de sus tradiciones (la ceremonia de té, el tiro con
arco…). Tomemos también como ejemplo el pueblo chino. Se dice que la religión
predominante en China es la ‘tradicional’. No tienen otra religión que sus
propias tradiciones (incluido Confucio, Lao Zi, Sun Tzu…). Un conjunto, una
constelación de tradiciones varias les ‘religan’ y les hacen ‘uno’. Son chinos
de cuerpo y de alma. Como debe ser.
Al igual que
estas culturas, el mundo griego, o el romano, no se limitaban a un conjunto de
creencias, ritos, y normas éticas. Ninguna cultura, en verdad, se puede reducir
a eso (o, en otro orden de cosas, a un puñado de consignas políticas, o
filosófico-políticas).
Lo que religaba
y unía a los romanos (y a los griegos, y a los germanos… y a los chinos…) no
era un conjunto de creencias, o ritos, sino un conjunto de tradiciones muy diversas
entre sí (dioses o primeros principios, derecho, arquitectura (trazado de
ciudades o poblaciones), oráculos, culto a los antepasados, juegos,
festividades varias…).
Los
pueblos no necesitan otros mundos religantes que sus propias culturas; la
múltiple cultura elaborada a través de las generaciones.
Y
un ciudadano europeo no necesita otra religión que su propia historia y su
propia cultura. No necesita que le prediquen otra religión que no sería a su
vez sino otra cultura (la hebrea, la árabe-musulmana, la india, la china…).
¿Cuál es nuestra
religión, pues? Nuestra religión es (son) los pueblos y las culturas indoeuropeas.
Esto vengo a decir. Mi fidelidad religiosa se la debo a mi pueblo y a mi
cultura. Nuestra raza y nuestras culturas, ésta es la religión arya o
indoeuropea.
Esta actitud
religiosa hacia nuestra propia cultura y nuestro propio pueblo nada tiene que
ver con la que sostienen paganos, neo-paganos, odinistas, gente de Asatru,
wiccanos, esotéricos o teósofos del tipo Guenon, Evola, y más recientemente el
estadounidense Collin Cleary (artículos en Counter Currents). Estos, con sus
sincretismos indeseables, y sus torpes y erráticas invocaciones al hinduismo y
al budismo (tradiciones nihilistas y, por ello mismo, anti-aryas). Digamos que
son los antípodas de nuestro ser, junto con cristianos, musulmanes y similares.
Los autores
canónicos al respecto son los buenos y grandes estudiosos de las lenguas y culturas
indoeuropeas. Estos son los que verdaderamente están rescatando del olvido y
adecentando el legado que nunca se debió abandonar.
Estos mundos tenían
(y tienen) más valor de lo que a primera vista pudiera parecer. Conformaban la
memoria histórica colectiva de nuestros pueblos; los mantenían unidos en el
espacio y en el tiempo. Hacia atrás y hacia adelante; hacia el pasado y hacia
el futuro. Les proporcionaban recuerdos, memoria; armas espirituales; espíritu
épico y heroico; sabiduría; les preparaba para lo por venir.
*Para sopesar el
valor de las raíces culturales (todas) sugiero que se observe cómo el enemigo
procura desarraigarnos una y otra vez. Saben del valor de tales raíces, de
tales fundamentos. Y nos quieren bien desarraigados.
(Unas palabras sobre
el enemigo y el mal. El enemigo no es otro que aquel que procura nuestro mal.
El mal no es otra cosa que aquello que nos hace mal. No estamos ante enemigos o
males universales. Son enemigos y males
relativos a nosotros: aquel o aquello que nos hace daño, que nos debilita, que
nos empobrece… deliberada o indeliberadamente.)
No para de
hablar, el enemigo, de la vieja y la nueva fe; del viejo y del nuevo hombre;
del abandono del viejo mundo nuestro y de la adopción de un mundo nuevo y
extraordinario (un mundo semita, en todo momento y lugar –parece que nos
persiguen). Hablo de las ofertas paradisíacas que nos vienen del universalismo
judeo-mesiánico de ayer, pero también del internacionalismo judeo-proletario y
del universalismo judeo-demoliberal de hoy.
Privar a los
pueblos de su pasado era (y es) privarlos de su futuro. Esto lo sabía, y lo sabe, nuestro enemigo.
Por ello el privarnos de los fundamentos de nuestro ser simbólico; el roer las
raíces; el minar el soporte, el suelo sobre el que descansamos, el camino por el que vamos, el mundo nuestro en el que
vivimos y somos. Primero hay que vaciar el nido de huevos propios para poder
colocar el huevo ajeno (el nuevo mundo, la nueva fe, el nuevo hombre).
Lo primero que
procuran hacer es reducir a cero la memoria histórica y colectiva de los
pueblos mediante la censura y la crítica de sus culturas y tradiciones (de los
propios mundos). Esto acaba siempre dando sus amargos frutos: desmoralizando a
la población, minando la confianza en las propias tradiciones... introduciendo
el malestar en la propia cultura. Ahora como entonces (cuando Roma).
Al cabo del
tiempo el pasado propio, de tan negado, de tan descuidado, de tan deteriorado,
puede caer o ser demolido sin ninguna consideración. En último término, es pernicioso,
es malo (la perspectiva judeo-mesiánica).
Hace ya siglos que
escuchamos, e inexplicablemente toleramos, las conceptualizaciones negativas que,
de nuestras culturas y de nuestro pasado, pone en circulación el enemigo: Obra
del malo (del diablo); era del pecado; era de la ignorancia; superestructuras ideológicas
elaboradas por los poderosos para tener sometida a la población; pasado supersticioso
y mágico de los pueblos (lejos de la ciencia, de la razón, de la verdad)… Se
invalidan, se destruyen, se niegan de
una u otra manera, una y otra vez, los ancestrales y autóctonos mundos
nuestros.
Estos caminos y
mundos trazados, creados por mis antepasados. Pensados y hechos para nosotros,
sus herederos. En todo momento proyectados hacia el futuro.
*La rama arya
del árbol de la vida. Con sus lenguas y culturas. Ese espacio, ese reino. Esta
rama que es hoy un árbol majestuoso y florido. Nuestro hogar espiritual. Aquí,
como runas talladas en la corteza (en el ‘córtex’), se conservan las palabras y
los hechos de tu pueblo y el mío –toda nuestra
historia, toda nuestra labor; todo nuestro haber. Nuestro orgullo también, y
nuestro honor.
Defendamos este
árbol del viejo dragón y de los innumerables gusanos que mordisquean sus raíces
–los fundamentos de nuestro ser biosimbólico. También de aquellos que asaltan
su copa, su cima, su Asgard, su Olimpo, su cielo –todos los impostores y
usurpadores venidos de fuera con sus cielos ajenos.
Cultivemos este
nuestro árbol, nuestras señas de identidad, nosotros los pueblos aryas. Que sea
nuestro soporte y nuestra inspiración; nuestra tierra y nuestro cielo. En
presencia de este cosmos sobrehumano. Enriquezcamos la herencia, el legado.
Multipliquemos las obras, las actividades. No para todos. Sólo para nuestra
gente, para nuestro pueblo; para nuestro genio, para nuestra estirpe. “Ad
maiorem aryarum gloriam” (AMAG).
*
Hasta
la próxima,
Manu
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