Sobre biosociología y territorialidad.
Manu Rodríguez. Desde Europa (06/08/10).
*
*Tenemos que hablar de biosociología (que es el estudio de las sociedades humanas siguiendo los principios o conceptos evolutivos aplicados al resto de las especies). Y de territorialidad (uno de tales principios). Nosotros, los humanos, combatimos por la tierra, y por el cielo. Por lo general los pueblos habitan tierras ancestrales; es un territorio establecido por los antepasados, por los primeros padres. De ahí la palabra ‘patria’, o ‘madre patria’. También los pueblos establecen culturas, espacios espirituales comunes, compartidos, de consenso. Es el espacio simbólico; el espacio de la palabra, de la lengua, de las tradiciones lingüístico-culturales todas. Es el cielo.
La defensa del territorio, así como de la identidad cultural, es lo natural. Lo mismo que podemos ser privados de nuestras tierras, podemos ser privados de nuestros cielos. En los últimos milenios, y en todo el planeta, muchos pueblos han perdido ambos, el territorio, y la cultura generada por sus antepasados. Algunos otros han perdido sólo la tierra, o sólo la cultura. Perder la cultura es perder el ser simbólico que somos; un ser en evolución, además. Una cultura que desaparece es una rama del árbol de la vida que se arranca, que se pierde para toda la humanidad.
Tierra y cultura están más relacionadas de lo que a primera vista pudiera parecer. Las tradiciones están imbricadas en el territorio: los teologemas, mitemas, leyendas, o conocimientos diversos que tuvieron lugar en ríos, montes, lagos... Los individuos recorren una tierra sagrada ligada a los antepasados heroicos, a los creadores; a momentos y lugares decisivos en la propia evolución cultural. Esto puede verse en los antiguos territorios romanos, griegos, celtas, o germanos (por citar sólo tradiciones europeas). Son una geografía y una historia sagradas.
Un territorio perdido es un territorio mancillado, profanado. Pero también la pérdida de la cultura mancilla la tierra de los ancestros. Recuérdese en Europa, tras la cristianización, o la posterior islamización, cómo se re-nombraron lagos, ríos, fuentes, montes, caminos… ciudades y regiones. Borrando las huellas de nuestro ser; destruyendo en la tierra y en el cielo la memoria ancestral y el vínculo lingüístico-cultural (simbólico, espiritual) con nuestra propia tierra y nuestro propio pasado.
La territorialidad tiene que ver, pues, con la tierra y con el cielo. Ambos espacios se han de defender con la vida, si fuera menester. Y esto en el nombre de los pasados, de los presentes, y de los futuros.
*La pérdida del territorio o de la cultura es también pérdida de la dignidad, del honor, y del orgullo. El orgullo no es la arrogancia, o la soberbia. Se trata del orgullo de ser quien se es y de donde se es. Orgullo de su genio, de su estirpe; y de su ser simbólico milenario.
La arrogancia, y la soberbia, así como la impostura y el espíritu de usurpación, lo encontramos en las ideologías, culturas, y pueblos, que se legitiman a sí mismos para destruir la cultura de otro pueblo, o para privarlos de su territorio. En el nombre de algún dios étnico y local (al cual se le convierte en universal y único), o de principios igualmente étnicos y locales (que también se convierten en universales y únicos). Tales pueblos e ideologías tienen su nombre y su origen. Todos los conocemos. Hablo de las religiones universales de ‘salvación’, de la tradición judeo-cristiano-musulmana, del hinduismo, y del budismo (todas de origen asiático), así como de ideologías políticas como el ‘internacionalismo’ proletario (comunismo), o la democracia ‘universal’ (ambas de origen europeo). Estas ideologías son precisamente las que aún hoy siguen compitiendo por el dominio espiritual y material del planeta. La mixtificación, la violencia, y la destrucción son su patrimonio, podríamos decir; su criminal legado.
Una reacción popular en Europa, por ejemplo, contra estas ideologías, sería algo digno de ver. Hablo de un rechazo natural del propio pueblo; de un gran rechazo. Sería un síntoma de nuestra salud. Como un cuerpo sano que arrojara o expeliera de sí un cuerpo extraño. Se cura, se purifica.
Pero, ¿a quién hablo, a quién me dirijo? ¿Dónde están los europeos, dónde están los pueblos sanos y orgullosos de sí, dónde están los pueblos con vocación de futuro?
*
Hasta la próxima,
Manu
Manu Rodríguez. Desde Europa (06/08/10).
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*Tenemos que hablar de biosociología (que es el estudio de las sociedades humanas siguiendo los principios o conceptos evolutivos aplicados al resto de las especies). Y de territorialidad (uno de tales principios). Nosotros, los humanos, combatimos por la tierra, y por el cielo. Por lo general los pueblos habitan tierras ancestrales; es un territorio establecido por los antepasados, por los primeros padres. De ahí la palabra ‘patria’, o ‘madre patria’. También los pueblos establecen culturas, espacios espirituales comunes, compartidos, de consenso. Es el espacio simbólico; el espacio de la palabra, de la lengua, de las tradiciones lingüístico-culturales todas. Es el cielo.
La defensa del territorio, así como de la identidad cultural, es lo natural. Lo mismo que podemos ser privados de nuestras tierras, podemos ser privados de nuestros cielos. En los últimos milenios, y en todo el planeta, muchos pueblos han perdido ambos, el territorio, y la cultura generada por sus antepasados. Algunos otros han perdido sólo la tierra, o sólo la cultura. Perder la cultura es perder el ser simbólico que somos; un ser en evolución, además. Una cultura que desaparece es una rama del árbol de la vida que se arranca, que se pierde para toda la humanidad.
Tierra y cultura están más relacionadas de lo que a primera vista pudiera parecer. Las tradiciones están imbricadas en el territorio: los teologemas, mitemas, leyendas, o conocimientos diversos que tuvieron lugar en ríos, montes, lagos... Los individuos recorren una tierra sagrada ligada a los antepasados heroicos, a los creadores; a momentos y lugares decisivos en la propia evolución cultural. Esto puede verse en los antiguos territorios romanos, griegos, celtas, o germanos (por citar sólo tradiciones europeas). Son una geografía y una historia sagradas.
Un territorio perdido es un territorio mancillado, profanado. Pero también la pérdida de la cultura mancilla la tierra de los ancestros. Recuérdese en Europa, tras la cristianización, o la posterior islamización, cómo se re-nombraron lagos, ríos, fuentes, montes, caminos… ciudades y regiones. Borrando las huellas de nuestro ser; destruyendo en la tierra y en el cielo la memoria ancestral y el vínculo lingüístico-cultural (simbólico, espiritual) con nuestra propia tierra y nuestro propio pasado.
La territorialidad tiene que ver, pues, con la tierra y con el cielo. Ambos espacios se han de defender con la vida, si fuera menester. Y esto en el nombre de los pasados, de los presentes, y de los futuros.
*La pérdida del territorio o de la cultura es también pérdida de la dignidad, del honor, y del orgullo. El orgullo no es la arrogancia, o la soberbia. Se trata del orgullo de ser quien se es y de donde se es. Orgullo de su genio, de su estirpe; y de su ser simbólico milenario.
La arrogancia, y la soberbia, así como la impostura y el espíritu de usurpación, lo encontramos en las ideologías, culturas, y pueblos, que se legitiman a sí mismos para destruir la cultura de otro pueblo, o para privarlos de su territorio. En el nombre de algún dios étnico y local (al cual se le convierte en universal y único), o de principios igualmente étnicos y locales (que también se convierten en universales y únicos). Tales pueblos e ideologías tienen su nombre y su origen. Todos los conocemos. Hablo de las religiones universales de ‘salvación’, de la tradición judeo-cristiano-musulmana, del hinduismo, y del budismo (todas de origen asiático), así como de ideologías políticas como el ‘internacionalismo’ proletario (comunismo), o la democracia ‘universal’ (ambas de origen europeo). Estas ideologías son precisamente las que aún hoy siguen compitiendo por el dominio espiritual y material del planeta. La mixtificación, la violencia, y la destrucción son su patrimonio, podríamos decir; su criminal legado.
Una reacción popular en Europa, por ejemplo, contra estas ideologías, sería algo digno de ver. Hablo de un rechazo natural del propio pueblo; de un gran rechazo. Sería un síntoma de nuestra salud. Como un cuerpo sano que arrojara o expeliera de sí un cuerpo extraño. Se cura, se purifica.
Pero, ¿a quién hablo, a quién me dirijo? ¿Dónde están los europeos, dónde están los pueblos sanos y orgullosos de sí, dónde están los pueblos con vocación de futuro?
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Hasta la próxima,
Manu
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