La devoción
arya.
Manu Rodríguez.
Desde Europa (12/08/13).
*
*La aculturación
de los pueblos aryas europeos tiene una larga historia. Comienza con los
fenicios (pueblo semita) hace unos tres mil años –sobre todo en el sudoeste de
la península ibérica–, y prosigue siglos más tarde con los cartagineses (de
origen fenicio a su vez) en el Mediterráneo europeo. Tras las guerras púnicas,
que acabó con el dominio cartaginés y puso al Mediterráneo europeo en manos de
Roma (arya, nuestra, indoeuropea), continúa con la llamada ‘interpretatio’
romana (la asimilación, la adaptación o la conjugación de las divinidades,
tradiciones, o lugares sagrados indígenas con los respectivos o similares
romanos –genios, manes, lares, ninfas, Mercurio, Marte…). Esta ‘interpretatio’ fue
aplicada intensamente en los ámbitos culturales celtas y germanos
principalmente. La cosa podría haberse quedado aquí (una suerte de sincretismo
entre dos o más tradiciones aryas), pero no fue éste el caso, tristemente.
Este milenio
largo de aculturaciones diversas se cierra con el caos multicultural de los
últimos siglos del Imperio, en el que proliferaron las sectas orientales. Una
de éstas (la secta judeo-mesiánica) logró difundirse de tal manera y alcanzar
tal poder que en unos pocos siglos acabó cristianizando –dominando
espiritualmente (con la ayuda siempre de los ejércitos ya romanos ya germanos)–
a toda Europa. Se convirtió en la faz de
una Europa espiritualmente poseída, sometida, dominada. Esta aculturación supuso la semitización
ideológica o espiritual de nuestros pueblos.
A la postre
vencieron los fenicios, los cartagineses… los semitas. Son tradiciones e
ideologías semitas (judía, judeo-mesiánica, y musulmana) las que se enseñorean
en Europa, las que nos dominan. Son sus fuegos los encendidos. Son sus templos
y sus divinidades los vivos y activos. Son sus discursos, religiosos o
políticos, los que nos gobiernan; y los que nos dividen y enfrentan. Reglan nuestra vida desde la
cuna a la sepultura. No sé de qué nos enorgullecemos. Privados como estamos de
voz, de palabra, de dignidad.
La privación, el
corte, la ruptura… Es trauma espiritual que arrastran de un modo u otro las
sucesivas generaciones. De un lado: el extrañamiento espiritual, y la
alienación de los bienes espirituales ancestrales, propios. Del otro: el
dominio espiritual extranjero; la impostura, la usurpación.
Ardua labor nos
queda (tras cientos de años de exilio y olvido): el retomar el testimonio de
los ancestros; el volver a situarnos en tal camino, en tal linaje –tan lleno de impedimentos, de obstáculos, de
rupturas, de desvíos; de trampas, de peligros. La vuelta a casa, el retorno.
Se requiere en
primer lugar una catarsis, una purificación. Purgar, expulsar lo ajeno: lo
fenicio, lo semita… Es lo primero.
*Una
identificación colectiva, una auto-gnosis; un reconocimiento (anagnórisis)
colectivo. Recuperar la conciencia de comunidad, de pueblo. Somos un pueblo.
Las identidades
étnicas y culturales son las que religan a los pueblos y les hacen uno; son sus
señas de identidad. Son las identidades sagradas. Son los vínculos sagrados. Los
símbolos supremos. Lo que religaba a nuestros antepasados.
Estas
identidades son como espejos donde nos reconocemos. Los pueblos aryas se
reconocen en sus individuos eminentes y en sus culturas. Se reconocen y se
identifican. Estas identificaciones y estos reconocimientos son las fuentes de nuestro honor, nuestro
orgullo, y nuestra dignidad. En estas identidades residen nuestra fuerza, y
nuestro derecho; nuestra legitimidad.
Nos fueron
arrebatados aquellos espejos; perdimos de vista aquellas fuentes claras. Nos
impusieron espejos ajenos; fuentes remotas, extrañas, otras. Pero no acabamos
de reconocernos en esos espejos y en esas fuentes –en esos personajes y en esas
tradiciones tan extraños a nuestro genio, a nuestro ser. De ahí nuestra
‘infidelidad’, nuestras ‘salidas’, nuestro mirar hacia otro lado; nuestra
errancia, nuestro vagabundeo, nuestra búsqueda incansable; nuestro anhelo. Y es
que no hay sosiego espiritual para el privado de sus identidades ancestrales,
para el desarraigado, para el disminuido, para el incompleto.
Privados de la
propia luz, roto el nexo con los antepasados. Ciegos, huérfanos. Perdidos,
extraviados. Transformados en criaturas dóciles e inofensivas (en cabritos, en corderos, en cervatos, en patitos…).
Así quedamos.
Los cielos
arrebatados y enladrillados. Los espejos rotos. Las fuentes removidas y
enturbiadas.
Decir cielo,
espejo, fuente… es decir memoria colectiva ancestral, ser simbólico, señas de identidad
lingüístico-cultural, hogar espiritual, mundo… El legado simbólico de nuestros
antepasados. Bienes, riquezas espirituales. El fuego propio. Hiperbórea. Nemeton.
Lucus. Yggdrasil. Ombligo, eje, pilar, centro del mundo. Estamos en
‘territorio’ sagrado. Cosa santa para los aryas.
Este legado, esta
sublime herencia es camino, hogar, alimento, nave, escudo, arma… Nos conduce,
nos cobija, nos alimenta, nos transporta, nos protege, nos defiende… Es nuestra
atmósfera; son nuestras condiciones espirituales de existencia. En otra
atmósfera, o lejos, en otro lugar, en otro mundo, en otro árbol –cuando
injertados–, languidecemos, decaemos, morimos.
Es necesario, es
esencial, es vital recuperar las identidades ancestrales; recuperar la luz y la
plenitud; y el camino. Recuperar el ser.
Es la memoria lo
primero que tenemos que recuperar. La memoria de lo que fuimos, y de lo que
somos. La memoria de nuestro ser biosimbólico ancestral.
Recuperación de
la memoria y purgación de lo ajeno deben ir a una. Anamnesis y catarsis. Uno se
reconoce tras estas noches y estas luchas; se purga, se limpia, se revela. Se
recupera, vuelve a su ser.
Con la memoria
se recupera la voz, la palabra; el discurso nuestro. La mirada propia. Se
recupera el oído –el oído de Sigfrido. Se recupera la salud, el vigor, la
fuerza. Se recupera el sentido. Es un renacimiento.
La vuelta del origen.
El origen es la madre patria originaria –es un espacio espiritual, simbólico,
celeste (ni por tierra ni por mar). Se trata, por supuesto, del cielo nuestro;
de nuestros cielos.
*La ‘devotio’
arya; la religiosidad arya. Un deber. Una razón. El vínculo sagrado con nuestra
gente y con nuestras culturas. El vínculo que honra, que enaltece, que
vivifica. Nuestra garantía de futuro, además.
Esta
religiosidad, esta espiritualidad sugiero a los pueblos aryas que guardemos. Esta
dedicación, este fervor, esta ofrenda. Los lazos sagrados con nuestra gente y
con nuestras tradiciones culturales todas. La devoción arya.
Esto que digo
lleva implícito un deber moral o ético ligado a la deuda que cada uno de los
aryas tenemos con los nuestros y con nuestras cosas. Todo gira, como se ve, en
torno al legado biosimbólico –es el eje, la polar. Es nuestro deber el
protegerlo, el cuidarlo, el velar por su pureza… el pasarlo, enriquecido si es
posible, a las futuras generaciones. Nos debemos a los nuestros –pasados,
presentes, y futuros. Ésta es nuestra máxima norma, nuestro más alto deber;
nuestra regla de oro.
*Los valores y virtudes
aryas vienen en cascadas: la devoción, la piedad (mostrada por Eneas con los
presentes (su padre anciano) y los ausentes (las efigies de los antepasados)),
la veneración… la fidelidad, la lealtad, el honor, el valor, el furor… No aparecen
los unos sin los otros.
*
Saludos,
Manu
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